A ndrés es un solitario, es una figura marginal en periodo de desintegración. Con su muerte, desaparece el último habitante de Ainielle, un pueblo del pirineo de Huesca. En el año 1970 quedó completamente abandonado, pero sus casas aún resisten, pudriéndose en silencio, en medio del olvido y de la nieve, en las montañas de Pirineo de Huesca... El gran tema de La Lluvia Amarilla es la despoblación rural y sus consecuencias. La Lluvia Amarilla, novela en la que está basado el espectáculo, desdee su publicación en 1988, se ha convertido en un fenómeno literario. Más de cuatrocientos mil ejemplares vendidos en todo el mundo así lo avalan. Traducida a más de veinte idiomas, ha sido objeto de estudios, tesis y tesinas en numerosas universidades.
Dirección
| Emilio del Valle
| Ayudante de dirección
| Jorge Muñoz
| Dirección técnica
| Francisco Ramírez
| Composición musical
| Montse Muñoz
| Escenografía y vestuario
| Elisa Sanz
| Realización de escenografía y utilería
| Francisco Ramírez
| Espacio sonoro y vídeo | Jorge Muñoz
| Diseño gráfico
| Jorge Muñoz
| Iluminación
| José Manuel Guerra
| Sastrería
| Maika Chamorro
| Asesoría
| Gómez Cuesta Asesores
| Distribución y gerencia
| [in]constantes teatro
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Andrés de Casa Sosas
| Chema de Miguel Bilbao
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«La lluvia amarilla», memorial de ausencias
La memoria de Andrés de Casa Sosas, el último habitante de Ainielle, se derrama sobre el escenario como un poema tumultuoso y doliente, incontenible; una voz que clama en el desierto en que se ha convertido el pueblecito de Huesca cuyos vecinos se han ido marchando o desapareciendo, como Sabina, la esposa que se ahorcó en el molino, incapaz de soportar la tormenta de soledad cotidiana en esa localidad del Pirineo oscense, un pueblo muerto más, mínima cota de una espectral geografía de ausencias. El dramaturgo José Ramón Fernández ha sabido atrapar y concentrar muy acertadamente la respiración íntima de esta hermosa novela de Julio Llamazares, publicada en 1988 y que en la febril perorata de Andrés retrata la tragedia de los pequeños enclaves rurales que se quedan sin gente, con campos y casas abandonados, y la desolación entronizada en el lugar que antes ocupó la vida. Emilio del Valle cincela por su parte una pequeña joya con su puesta en escena de este monólogo tan obsesivo como lúcido, habitado por los fantasmas de los hijos muertos y el recuerdo rabioso del hijo vivo que se fue a Alemania en busca de mejor suerte. El montaje está azotado por las inclemencias naturales, pasa el tiempo y cada otoño las hojas de los chopos se convierten en mansa lluvia amarilla que anega la conciencia, como bien subraya la soberbia iluminación de José Manuel Guerra. La música que interpreta Francisco Lumbreras (percusiones, canto difónico...) envuelve la representación con un raro tapiz de hermosos e inquietantes sonidos que contribuyen a dibujar la atmósfera de intimidad y alucinación de la obra. Igual que la escenografía, realista y fantástica a la vez: un suelo de madera, el barreño de cinc donde se baña Andrés, el hogar, el camastro y la puerta iluminada o poblada de imágenes. La estupenda interpretación de Chema de Miguel Bilbao está en esa línea que aúna el tono naturalista y la introspección desquiciada: lía un cigarro de picadura, cocina un guiso de cebolla, patatas y carne, se asea y se enfunda el traje y la corbata de los domingos para esperar a la muerte, mientras devana la incesante rueca de la memoria, esa escocedura que arderá hasta el último latido. Un gran trabajo teatral.
JUAN IGNACIO GARCÍA GARZÓN 
El Teatro
Vayan a ver La lluvia amarilla a la sala pequeña del Teatro Español de Madrid. Si no pueden esperen que pase por algunos de sus teatros cercanos. No van a salir más optimistas, ni más alegres, ni más divertidos. No. Si es eso lo que necesitan no hace falta que se molesten. Si, por el contrario, quieren ver teatro en su expresión más desnuda, emocionante y verdadera. Si además no les importa enfrentarse a la soledad de un hombre. A la soledad, al final, al olvido y a la muerte; sí se atreven a mirar de frente esa fatal compañía de los seres humanos, entonces sí, entonces tienen que ver "La lluvia amarilla". No sabía cómo aquella novela de hace más de veinte años funcionaría en versión teatral. Sí que estaba viva como novela. Pues también está viva, y doliente, en obra teatral. En poco más de una hora, con un excelente actor, Chema de Miguel Bilbao. Acompañado- imprescindible compañía- de un músico excepcional, Francisco Lumbreras y gracias a la dramaturgia, la adaptación, la dirección, la escenografía, el vestuario y otros cuantos oficios más, se puede uno sentir trasladado en el tiempo a un mundo que se termina, a un final que ninguno querríamos vivir. El autor, Julio Llamazares, dice que con esta experiencia de ver su creación trasladada al lenguaje teatral, asiste "con la curiosidad de un niño que ve cómo su juguete pasa de pronto a manos de otros". No importa, es otro juguete distinto. Es un juguete que también le gustaría haber tenido al niño Julio. Un juguete llamado teatro que de vez en cuando nos ofrece obras tan serias, tan verdaderas, tan necesarias. Eso sí, ni una puñetera risa. Eso otra tarde, otra obra, otro juguete.
EDUARDO PÉREZ RASILLA 
La Lluvia Amarilla, teatralidad telúrica
A finales de los ochenta Julio Llamazares escribía una novela alejada de las modas imperantes. El mundo mostrado en ella no se correspondía con las representaciones que el país se hacía de sí mismo en aquellos momentos. Frente a lo cosmopolita, lo dinámico, lo urbano y lo próspero, categorías que parecían delimitar los horizontes colectivos, Llamazares elegía el intimismo, la decadencia y la muerte, ubicadas en un ámbito de extrema dureza: un pueblo abandonado de los Pirineos, quintaesencia de una naturaleza primitiva y hostil, aunque no exenta de lirismo. El título de La lluvia amarilla sugería precisamente esos perfiles de un pueblo abandonado por todos, excepto por un último habitante, que permanecía en él hasta su muerte, convertida a su vez en símbolo de la desaparición del lugar y de tantos otros de condiciones semejantes. El éxodo del campo a la ciudad, de las formas de vida relacionadas con la naturaleza en su estado más primitivo a la artificiosidad de la vida urbana, aportaba un apretado resumen de la historia reciente de España, pero también un empeño en recuperar esa memoria a la que el país parece tan reticente, y que constituye uno de los empeños principales de la narrativa de Llamazares. La lluvia amarilla, quizás contra todo pronóstico, alcanzó una notable difusión y un merecido prestigio entre lectores y críticos. Ahora en una etapa en la que de nuevo parece gozar de fortuna la adaptación de novelas al escenario, Inconstantes teatro ha decidido llevar a las tablas La lluvia amarilla. El responsable de la dramaturgia ha sido José Ramón Fernández, un escritor que se desenvuelve con soltura y con gusto en estos territorios y que ha dedicado parte de su obra precisamente a este mundo rural en decadencia, atravesado por la rudeza y la poesía. Su tarea ha sido limpia, ha consistido en cortar con prudencia pasajes de la novela de los que se podía prescindir en una representación que no supera los setenta minutos. Se mantiene intacto el espíritu del libro y permanecen también los episodios principales y el lenguaje, sobrio, poético e intenso que lo caracteriza. Naturalmente, el espectador podrá echar de menos este o aquel pasaje o podrá discutir la conveniencia de llevar a la escena y reducir el contenido de la novela, pero difícilmente encontrará argumentos para acusar al dramaturgo de falta de respeto o de delicadeza en su trabajo. La dirección escénica de Emilio del Valle ha trabajado también desde la austeridad teatral. Ha procurado que la historia y la letra de La lluvia amarilla ocuparan el primer plano de la representación y, para ello, ha prescindido elementos superfluos y ha dotado a la dramatización de un ritmo adecuado, cuyo tiempo lo marca un hallazgo tan aparentemente sencillo como eficaz: El personaje cocina un guiso en el primer término del escenario, cuya cocción terminará precisamente con el desenlace de la historia. En este elemento, que funciona como marca temporal, se apoya también la dimensión moderadamente ritual de la escenificación. El personaje prepara su muerte, que es también la muerte del pueblo y de todo lo que simboliza, y organiza su propio entierro y la bienvenida a quienes se encargarán de ultimarlo, lo que supone una suerte de despedida y de ajuste de cuentas. El banquete fúnebre ofrecido a sus enterradores simboliza el sacrificio del último habitante y expresa también una manera sarcástica y amargamente humorística de despedirse del mundo y de ofrecerse –ritualmente- a quienes abandonaron el pueblo tiempo atrás. El personaje en escena es Chema de Miguel, una elección adecuada por su físico y su voz, pero también por su empatía con el personaje y con la situación. El actor, que ha madurado notablemente como intérprete, realiza un trabajo comprometido, ajustado, intenso y contenido, y ofrece así un personaje convincente y veraz. A través de él percibimos con nitidez la fortaleza y las contradicciones de Andrés, ese hombre tozudo y sensible, no carente de rencores y hasta de pequeñas mezquindades, pero dotado también de una singular grandeza moral, como un viejo héroe que lucha denodadamente contra unas fuerzas que sabe de antemano superiores a las suyas, sin que esta circunstancia le haga desmayar nunca. Junto a él, en un segundo plano del escenario, el músico y cantante Francisco Lumbreras, que canta y ejecuta la partitura musical del espectáculo, un espacio sonoro sugestivo y hermoso, de notable belleza, pero adecuado a la propuesta y que subraya el carácter telúrico de la teatralización de la novela. Otro de los logros de un trabajo que merece verse por muchas razones
P. J. L. DOMÍNGUEZ |